martes, 28 de mayo de 2013

Golpes bajos

La tarde gris cae sobre el cemento, al mismo tiempo que la cruz de Malena cae sobre sus hombros, fuerzas simultáneas en un mismo cielo de madera.

Madera de artista dicen que tenía la pobre Malena. Desde pequeña fue la gitana con la voz más preciada de la comunidad y sus padres los vendedores ambulantes más orgullosos de la provincia.
Es difícil encontrar alguien del barrio que no recuerde aquellas noches de Semana Santa en las que Malena cantaba saetas a la virgen del Rosario.
Ahora, sin embargo las mujeres que la vieron crecer, bajan la cabeza y el tono cuando pasan por su lado, como para no asustarle, con una mezcla extraña entre la indiferencia del dolor ajeno y la nostalgia por lo que algún día fue.
Tan sólo los niños chicos se acercan a ella, para tocarle por un segundo y volver corriendo al grupo, como parte de su juego o atrevimiento.
Malena permanece sin expresión, ni habla desde que su Miguel, se fugó de la provincia, dejándola abandonada una mañana a tres días del enlace previsto.
Para entonces Malena había ensayado todas y cada una de las siete bulerías que cantaría en su boda. Sus primas, habían preparado el ajuar con sábanas de franela para el invierno y su padre, tenía encargado un enorme cordero para la caldereta del convite.
Cuando le dieron la noticia, la expresión de su cara cambió para envejecer veinte años de golpe. No podía creer como Miguel le había hecho semejante barbaridad, también conocía la ley gitana y sabía que una mujer rechazada y abandonada por un hombre rara vez volvía a recuperarse.
Todos los gitanos de la zona anduvieron en busca de Miguel durante las semanas siguientes a su fuga, pero el joven gitano no dejó ningún rastro para hallarle, se marchó de madrugada en su furgoneta sin alardes ni premeditación.
Pronto el ojo por ojo se dio la mano de los justos por pecadores y toda la familia de Miguel fue desterrada de la comunidad sin preguntar si quiera.
Malena miraba por la ventana como la hermana más pequeña de Miguel cargaba bultos a duras penas en un coche viejo mientras la madre lloraba desconsolada maldiciendo a su hijo. En aquel momento, no tuvo ningún sentimiento de pena.
Unos dicen que Miguel huyó al monte, otros que se enamoró de una prostituta búlgara y hoy en día, aún se escucha que viajó hasta Galicia para convertirse en un poderoso narcotraficante.
Malena pensó durante muchos días los motivos de la fuga, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Quiso buscarle, vengarse de él con sus propias manos y ampliar así su campo de batalla, pero las fuerzas no le dieron para salir de su casa ni para hablar con nadie.
Toda la familia comenzó a presionar a Malena, debía de hablar, sus primas le visitaban cada día, bombardeando su habitación con preguntas e historias que no le interesaban. Sus padres querían que volviera a cantar y le sacaban a la calle a rastras para exponerla a conversaciones con el resto del barrio. Malena se oponía a ello, pero la presión era cada vez mayor.
Una noche decidió poner punto y final a un lenguaje forzado que ya no era el suyo. El corte fue profundo, y los médicos de guardia no pudieron hacer nada para salvarle la lengua.
Hoy Malena sigue viviendo entre madera mientras pasan los años. Muda y ausente, tampoco mira a los ojos de la gente, porque aunque no todas las tardes den miedo, siempre mienten. 

lunes, 27 de mayo de 2013

Todos tuvimos nuestros Beatles

Dicen que eres un fenómeno de masas, los periódicos hablan de tu éxito y anuncias champú en todos los canales de televisión. Me cuentan que también concedes entrevistas en la Rolling Stone, paseas por alfombras rojas y duermes en hoteles caros.
 
Todo el mundo te admira  y compra  tu disco en el Fnac los sábados a la mañana, pero nadie sabe que tu postre preferido es el tiramisú, que odias andar en calcetines y que te encanta ducharte y volver a la cama por las mañanas.
A veces, me acuerdo de cuándo nos queríamos y vivíamos juntos, de tus primeros conciertos y los recortes de cartulinas que utilizábamos como atrezzo. Que será de tus dos primeras guitarras y de la colección de vinilos de Bob Dylan que teníamos frente al sofá.
Me gustaba cómo eras por tu sencillez, la cotidianidad de las letras y el ritmo de tus canciones. Odiabas tanto como yo las frases lapidarias y los dogmas de domingo.
Vivíamos al ras del suelo y conseguíamos llegar a fin de mes sin saberlo hasta el día veintiocho. Hablábamos con la gente del barrio y soñábamos con viajar a Tokio. En definitiva, compartíamos la vida con mucho riesgo y sin ninguna altura.
Ahora que ya no me quieres, llevas gafas de sol, paseas por las ciudades de puntillas y dices crecer en los escenarios como la mala hierba.
Pienso en cuánto y como una persona puede cambiar con respecto  a sus circunstancias, trato de comprender, pero ni siquiera soy capaz de imaginarte en la sala vip de los aeropuertos.
Me pregunto cuántos años te quedan de papel o si cambiaste para siempre y se te olvidó contármelo; si acabarás drogándote en los baños del backstage, si formarás una familia o quizá las dos cosas. También dudo entre si me echarás de menos o no te acuerdas de mi nombre.
Previsiblemente el destino será quien algún día nos ponga frente a frente, en la barra de algún bar o en la puerta del supermercado. Sé que me reconocerás a través de tus grandes gafas de sol, y yo en ese instante ya estaré a un año luz de ti. Impasible ante tu presencia, siguiendo las estaciones del año, como los días que no saben a nada.