lunes, 3 de junio de 2013

Cada día canta mejor

Desde que aquel camarero me dio el último beso me había bebido un tango de seis años. Era jueves y como cada jueves mi marido Pablo y yo salíamos a cenar con amigos para hacer presente nuestra vida en sociedad y ahogar el estrés laboral en el fondo del gin tonic.
 
Ese día yo estaba especialmente radiante y dispuesta a ser protagonista de la velada: me habían ascendido y era la nueva responsable de planificación de la farmacéutica.
Pablo y yo nos conocimos siete meses después de mi vuelta de Buenos Aires, en una fiesta a la que acudí por casualidad y sin peinar, mientras que él apareció perfectamente vestido, como si hubiese nacido para sostener una copa de vino por el tallo.
Al llegar al restaurante, Pablo nos contaba emocionado sus progresos en el mundo del pádel, nosotros le mirábamos con una media sonrisa de incredulidad, ya que nunca dimos un duro por él en lo que al deporte se refiere. Pero a Pablo le da igual, aunque nos percibe, tiene claro que es un entusiasta y que en una de éstas nos callará a todos la boca.
 No le vi llegar.
  -Cómo van chicos, ¿qué quieren tomar? –preguntó con su voz inconfundible.
Sin darme tiempo a reaccionar me giré hacia su lado y fui notando como cada músculo de la cara se me iba desencajando y el latido de mi corazón se aceleraba y detenía como si estuviese en una montaña rusa. Dejó las cartas encima de la mesa, Pablo me acercó una y la abrí como pude intentando que no se me notase el temblor en las manos.
No dejé de clavar la mirada fijamente en el primer plato que aparecía escrito en ella, y leí aquella frase como pude para contestar:
 -Risotto de hongos con crujiente de Idiazabal.
Ésa sería mi cena siempre que fuese capaz de sostener el tenedor.
Ausente, desubicada, me iba haciendo más pequeña, en algún momento pensé que la silla me tragaría de repente.
Cuando el camarero me dejó, pasé días encerrada en mi departamento de la Calle Uriarte, desolada me dediqué a no hacer nada más que ver telenovelas argentinas y tomar mate amargo cada hora.
Tres meses después, sumida en una burbuja de angustia, empecé a pensar que las bandas de música seguían tocando igual en la calle Florida, las madres de la Plaza de Mayo estaban allí como cada jueves y las luces de los teatros no se habían apagado en Corrientes.
 
Decidida, empecé a salir de casa y caminar. Nuestra canción, “Volver”, sonaba en todos los rincones de San Telmo, pero todo esto empezó a recordarme de nuevo a Madrid. Quizá era un buen momento para reconciliarme con mi ciudad. Pensaba en el oso y el madroño, en las tascas de Lavapiés y alguna que otra conversación con cañas para dos.
Varias semanas después, me encontraba en el aeropuerto de Ezeiza con cuatro maletas, como la reina de la Milonga, despidiéndome de aquella ciudad que me dio tanto sin pedir y me quitó mucho más sin preguntar.
En el restaurante, era imposible negarlo, algo me pasaba. No dejaba de pensar qué le habría hecho venir a Madrid. Pablo miraba desconcertado, pero no quería preguntar y en mis intentos por disimular tiré la copa de vino, él se acercó de nuevo y se dirigió a mí mientras retiraba el vino esparcido por la mesa con una bayeta.
 -No se preocupe, ¿se ha manchado el vestido?, ¿Quiere que le acerque un quitamanchas?
 -No, no, estoy perfecta, todo bien.
Cuando regresé del baño habíamos terminado el segundo plato y a pesar de que faltaban los postres, nuestros amigos, que no daban crédito a mi cara de circunstancia, habían pedido la cuenta. Mientras hacíamos tiempo, Carlos Gardel empezó a entontar “Volver” al otro lado del hilo musical, y me dije: cada día canta mejor.
Trajo la nota y nos repartió una tarjeta del restaurante en la mano a cada uno, le di las gracias mientras miraba por la ventana.
Salimos y nadie comentó nada sobre mí. Como si nada, tomamos una copa en un local cercano y me fui relajando poco a poco hasta que nos fuimos a casa.
En el coche, Pablo me dio una palmada en la pierna cuando paramos en el primer semáforo. Se giró y me dijo:
 -¿Era él, verdad?
Asentí mientras los peatones pasaban por la carretera delante de nosotros. Pablo arrancó el coche:
 -Tranquila, ya pasó… mañana ni te acordarás.
No volvió a sacarme el tema y agradecí enormemente su comprensión en ese gesto tan suyo.
Al día siguiente encontré la tarjeta del restaurante tirada en el bolso, tenía una nota por detrás que tan sólo decía: Nada pasa si no es aquí y ahora.
Nunca investigué, tampoco quise saber qué fue de él, ni qué había detrás de aquella frase. Aunque la entendía muy bien, ya sólo era parte del aire. 
 

martes, 28 de mayo de 2013

Golpes bajos

La tarde gris cae sobre el cemento, al mismo tiempo que la cruz de Malena cae sobre sus hombros, fuerzas simultáneas en un mismo cielo de madera.

Madera de artista dicen que tenía la pobre Malena. Desde pequeña fue la gitana con la voz más preciada de la comunidad y sus padres los vendedores ambulantes más orgullosos de la provincia.
Es difícil encontrar alguien del barrio que no recuerde aquellas noches de Semana Santa en las que Malena cantaba saetas a la virgen del Rosario.
Ahora, sin embargo las mujeres que la vieron crecer, bajan la cabeza y el tono cuando pasan por su lado, como para no asustarle, con una mezcla extraña entre la indiferencia del dolor ajeno y la nostalgia por lo que algún día fue.
Tan sólo los niños chicos se acercan a ella, para tocarle por un segundo y volver corriendo al grupo, como parte de su juego o atrevimiento.
Malena permanece sin expresión, ni habla desde que su Miguel, se fugó de la provincia, dejándola abandonada una mañana a tres días del enlace previsto.
Para entonces Malena había ensayado todas y cada una de las siete bulerías que cantaría en su boda. Sus primas, habían preparado el ajuar con sábanas de franela para el invierno y su padre, tenía encargado un enorme cordero para la caldereta del convite.
Cuando le dieron la noticia, la expresión de su cara cambió para envejecer veinte años de golpe. No podía creer como Miguel le había hecho semejante barbaridad, también conocía la ley gitana y sabía que una mujer rechazada y abandonada por un hombre rara vez volvía a recuperarse.
Todos los gitanos de la zona anduvieron en busca de Miguel durante las semanas siguientes a su fuga, pero el joven gitano no dejó ningún rastro para hallarle, se marchó de madrugada en su furgoneta sin alardes ni premeditación.
Pronto el ojo por ojo se dio la mano de los justos por pecadores y toda la familia de Miguel fue desterrada de la comunidad sin preguntar si quiera.
Malena miraba por la ventana como la hermana más pequeña de Miguel cargaba bultos a duras penas en un coche viejo mientras la madre lloraba desconsolada maldiciendo a su hijo. En aquel momento, no tuvo ningún sentimiento de pena.
Unos dicen que Miguel huyó al monte, otros que se enamoró de una prostituta búlgara y hoy en día, aún se escucha que viajó hasta Galicia para convertirse en un poderoso narcotraficante.
Malena pensó durante muchos días los motivos de la fuga, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Quiso buscarle, vengarse de él con sus propias manos y ampliar así su campo de batalla, pero las fuerzas no le dieron para salir de su casa ni para hablar con nadie.
Toda la familia comenzó a presionar a Malena, debía de hablar, sus primas le visitaban cada día, bombardeando su habitación con preguntas e historias que no le interesaban. Sus padres querían que volviera a cantar y le sacaban a la calle a rastras para exponerla a conversaciones con el resto del barrio. Malena se oponía a ello, pero la presión era cada vez mayor.
Una noche decidió poner punto y final a un lenguaje forzado que ya no era el suyo. El corte fue profundo, y los médicos de guardia no pudieron hacer nada para salvarle la lengua.
Hoy Malena sigue viviendo entre madera mientras pasan los años. Muda y ausente, tampoco mira a los ojos de la gente, porque aunque no todas las tardes den miedo, siempre mienten. 

lunes, 27 de mayo de 2013

Todos tuvimos nuestros Beatles

Dicen que eres un fenómeno de masas, los periódicos hablan de tu éxito y anuncias champú en todos los canales de televisión. Me cuentan que también concedes entrevistas en la Rolling Stone, paseas por alfombras rojas y duermes en hoteles caros.
 
Todo el mundo te admira  y compra  tu disco en el Fnac los sábados a la mañana, pero nadie sabe que tu postre preferido es el tiramisú, que odias andar en calcetines y que te encanta ducharte y volver a la cama por las mañanas.
A veces, me acuerdo de cuándo nos queríamos y vivíamos juntos, de tus primeros conciertos y los recortes de cartulinas que utilizábamos como atrezzo. Que será de tus dos primeras guitarras y de la colección de vinilos de Bob Dylan que teníamos frente al sofá.
Me gustaba cómo eras por tu sencillez, la cotidianidad de las letras y el ritmo de tus canciones. Odiabas tanto como yo las frases lapidarias y los dogmas de domingo.
Vivíamos al ras del suelo y conseguíamos llegar a fin de mes sin saberlo hasta el día veintiocho. Hablábamos con la gente del barrio y soñábamos con viajar a Tokio. En definitiva, compartíamos la vida con mucho riesgo y sin ninguna altura.
Ahora que ya no me quieres, llevas gafas de sol, paseas por las ciudades de puntillas y dices crecer en los escenarios como la mala hierba.
Pienso en cuánto y como una persona puede cambiar con respecto  a sus circunstancias, trato de comprender, pero ni siquiera soy capaz de imaginarte en la sala vip de los aeropuertos.
Me pregunto cuántos años te quedan de papel o si cambiaste para siempre y se te olvidó contármelo; si acabarás drogándote en los baños del backstage, si formarás una familia o quizá las dos cosas. También dudo entre si me echarás de menos o no te acuerdas de mi nombre.
Previsiblemente el destino será quien algún día nos ponga frente a frente, en la barra de algún bar o en la puerta del supermercado. Sé que me reconocerás a través de tus grandes gafas de sol, y yo en ese instante ya estaré a un año luz de ti. Impasible ante tu presencia, siguiendo las estaciones del año, como los días que no saben a nada.
 

miércoles, 6 de febrero de 2013

Vestido de sastre

Un día laborable llegaron una pareja de novios y todo el acompañamiento de una boda de campanillas recién salidos de la ceremonia nupcial: novia, novio, damas de honor, pajes, familia y amigos.

Así comienza Anthony Bourdain, cocinero americano de gran prestigio internacional, a contar a los lectores de su primer libro cómo descubrió su vocación hacia los fogones. El jefe de cocina del restaurante en el que trabajaba pudo compartir algo más que un postre con aquella novia radiante, mientras que el resto de los invitados (incluyendo a su reciente marido) masticaban felices todos los manjares del banquete.
 
Y éste no es más que un blog de reflexiones y anécdotas. De las que se dejaron medio vestido por hacer, de las que lo cambiaron por otro, las que lo escondieron en el último momento o se pusieron el primero que vieron.
 
Femmes fatales, maquis que abandonaron su hogar, solteras desconfiadas que morirán devoradas por perros alemanes, románticas que siempre quieren más, arrepentidas que viven del pasado y catadoras de vino que siempre se dejan invitar.
 
Mochilas que pesan, inyecciones de plástico, puertas que nunca se cierran, corazones sin canción favorita, el sabor de los domingos. En esto se pasan los años, amor sin peros, ese que tanto cuesta encontrar.
 
Vuelvo enseguida...