Desde que aquel camarero me dio el
último beso me había bebido un tango de seis años. Era jueves y como cada
jueves mi marido Pablo y yo salíamos a cenar con amigos para hacer presente
nuestra vida en sociedad y ahogar el estrés laboral en el fondo del gin tonic.
Ese día yo estaba especialmente
radiante y dispuesta a ser protagonista de la velada: me habían ascendido y era
la nueva responsable de planificación de la farmacéutica.
Pablo y yo nos conocimos siete meses
después de mi vuelta de Buenos Aires, en una fiesta a la que acudí por
casualidad y sin peinar, mientras que él apareció perfectamente vestido, como
si hubiese nacido para sostener una copa de vino por el tallo.
Al llegar al restaurante, Pablo nos
contaba emocionado sus progresos en el mundo del pádel, nosotros le mirábamos
con una media sonrisa de incredulidad, ya que nunca dimos un duro por él en lo
que al deporte se refiere. Pero a Pablo le da igual, aunque nos percibe, tiene
claro que es un entusiasta y que en una de éstas nos callará a todos la boca.
No le vi llegar.
-Cómo van chicos, ¿qué quieren tomar? –preguntó con su voz
inconfundible.
Sin darme tiempo a reaccionar me
giré hacia su lado y fui notando como cada músculo de la cara se me iba
desencajando y el latido de mi corazón se aceleraba y detenía como si estuviese
en una montaña rusa. Dejó las cartas encima de la mesa, Pablo me acercó una y
la abrí como pude intentando que no se me notase el temblor en las manos.
No dejé de clavar la mirada
fijamente en el primer plato que aparecía escrito en ella, y leí aquella frase
como pude para contestar:
-Risotto de hongos con crujiente de Idiazabal.
Ésa sería mi cena siempre que fuese
capaz de sostener el tenedor.
Ausente, desubicada, me iba haciendo
más pequeña, en algún momento pensé que la silla me tragaría de repente.
Cuando el camarero me dejó, pasé
días encerrada en mi departamento de la Calle Uriarte, desolada me dediqué a no
hacer nada más que ver telenovelas argentinas y tomar mate amargo cada hora.
Tres meses después, sumida en una
burbuja de angustia, empecé a pensar que las bandas de música seguían tocando
igual en la calle Florida, las madres de la Plaza de Mayo estaban allí como
cada jueves y las luces de los teatros no se habían apagado en Corrientes.
Decidida, empecé a salir de casa y
caminar. Nuestra canción, “Volver”, sonaba en todos los rincones de San Telmo, pero
todo esto empezó a recordarme de nuevo a Madrid. Quizá era un buen momento para
reconciliarme con mi ciudad. Pensaba en el oso y el madroño, en las tascas de
Lavapiés y alguna que otra conversación con cañas para dos.
Varias semanas después, me
encontraba en el aeropuerto de Ezeiza con cuatro maletas, como la reina de la
Milonga, despidiéndome de aquella ciudad que me dio tanto sin pedir y me quitó
mucho más sin preguntar.
En el restaurante, era imposible
negarlo, algo me pasaba. No dejaba de pensar qué le habría hecho venir a
Madrid. Pablo miraba desconcertado, pero no quería preguntar y en mis intentos
por disimular tiré la copa de vino, él se acercó de nuevo y se dirigió a mí
mientras retiraba el vino esparcido por la mesa con una bayeta.
-No se preocupe, ¿se ha manchado el vestido?, ¿Quiere
que le acerque un quitamanchas?
-No, no, estoy perfecta, todo bien.
Cuando regresé del baño habíamos
terminado el segundo plato y a pesar de que faltaban los postres, nuestros
amigos, que no daban crédito a mi cara de circunstancia, habían pedido la
cuenta. Mientras hacíamos tiempo, Carlos Gardel empezó a entontar “Volver” al
otro lado del hilo musical, y me dije: cada día canta mejor.
Trajo la nota y nos repartió una
tarjeta del restaurante en la mano a cada uno, le di las gracias mientras
miraba por la ventana.
Salimos y nadie comentó nada sobre
mí. Como si nada, tomamos una copa en un local cercano y me fui relajando poco
a poco hasta que nos fuimos a casa.
En el coche, Pablo me dio una
palmada en la pierna cuando paramos en el primer semáforo. Se giró y
me dijo:
-¿Era él, verdad?
Asentí mientras los peatones pasaban
por la carretera delante de nosotros. Pablo arrancó el coche:
-Tranquila, ya pasó… mañana ni te acordarás.
No volvió a sacarme el tema y agradecí
enormemente su comprensión en ese gesto tan suyo.
Al día siguiente encontré la tarjeta
del restaurante tirada en el bolso, tenía una nota por detrás que tan sólo
decía: Nada pasa si no es aquí y ahora.
Nunca investigué, tampoco quise
saber qué fue de él, ni qué había detrás de aquella frase. Aunque la entendía
muy bien, ya sólo era parte del aire.